Mario Levrero - Diario de un canalla / Burdeos, 1972


El lugar de la memoria y de lo desconocido

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Mario Levrero - Diario de un canalla / Burdeos, 1972 [Mondadori, 2013]




Articulo publicado en Espacio Murena

Aunque los dos textos que componen el volumen están reunidos artificialmente (uno de ellos –Diario de un canalla– integraba originalmente El portero y el otro de 1992; Burdeos, 1972 es inédito), juntos alientan a un dialogo que consolida el lugar central de la autobiografía dentro de la trayectoria levreriana.

Diario de un canalla, de hecho, es generalmente considerado su primer texto autobiográfico; llevado a cabo en 1986-87 como un primer intento para dejar de “esconderse” detrás de lo escrito, contiene ya en ciernes dos de los principales temas que iban a desarrollarse en sus obras maestras finales. De El discurso vacío anticipa la idea de una escritura que, antes que decir algo, lo que busca es ejercitarse en tanto tal, es decir, el escribir “bien” en su sentido más literal: una escritura que desde su trazado mismo debe jugarse entera para así no faltar a la exigencia kafkiana de verdad. De La novela luminosa anticipa el papel protagónico de algunas aves y de sus costumbres, observadas detenidamente y con lupa. Se trata en este caso de un gorrión aunque, otra vez anticipadamente, se alude también varias veces a las palomas, futuras protagonistas de algunas de las mejores páginas del Diario de la beca.

Burdeos, 1972 es uno de los últimos textos escrito por Levrero. Fue armado en un par de días (o, tratándose de él, de noches) del mes de septiembre 2003, es decir, más o menos un año antes de su fallecimiento, ocurrido en agosto de 2004. Aun cuando su título no lo menciona expresamente y aun cuando lo que ahí se trabaja es una memoria al parecer difusa y lejana, Burdeos, 1972 también resulta ser un diario, tal como lo demuestran las muy precisas indicaciones de fechas y horas que sin falta encabezan cada uno de sus capítulos. Se trata de algo que fue escrito como por dictado; Levrero, tal como él mismo señala en una nota liminar, fue asediado durante algunas madrugadas, que se convirtieron a pesar suyo en largas sesiones de insomnio, por los repentinos, sorpresivos y muchas veces placenteros recuerdos de lo que constituyó su única estadía conocida fuera del ámbito rioplatense: los tres meses que, por amor -él odiaba los viajes- pasó en Burdeos, Francia, en algún momento del año 1972. Este texto constituye ciertamente uno de los más emocionantes del escritor uruguayo. Hablar de emoción, claro, es pisar terreno minado, por eso vale la pena aclarar que no nos referimos para nada a la morbosa proximidad de la muerte; hablamos más bien de la conjunción del pasado y del presente en un mismo y vital continuo narrativo que le otorga al texto un tinte decididamente “felizbertiano”. Con cada capítulo, es decir, con cada una de las entradas del diario, el lector no puede pasar por alto que lo que está leyendo es el relato pormenorizado de dos vivencias superpuestas. Una, que conforma la parte más visible del témpano, tiene lugar en lo que, acorde con el peculiarísimo aunque muchas veces acertadísimo foco levreriano, se convierte en un país exótico, la Francia del principio de los años setenta, la de Georges Pompidou y de los pantalones “pattes d’éléphants” –prendas que a las claras no resultaban del gusto de nuestro escritor–. Otra, escondida a modo si se quiere de palimpsesto, nos habla del Levrero tardío, ése que tantas veces y en tantas páginas de su autoría se ha descrito a sí mismo como un viejito harapiento, un “personaje de Beckett” (ya lo hace en algún momento del Diario de un canalla, a pesar de que cuando lo escribió no tenía más de 46), y que ahora sí, parece haber llegado de un modo u otro a esta vejez que más que temida, ocupa, en su peculiar cosmogonía portátil, el papel de espantapájaros: grotesca caricatura entre curativa y simbólica.

“Pasado” y “presente” en las páginas de Burdeos, 1972 se convierten rápidamente en conceptos inocuos o por lo menos demasiado restrictivos: de Burdeos –esa ciudad desconocida y lejana que Levrero, fiel a sí mismo, no recorrió mucho, más allá de algunas pocas calles– hasta Montevideo, de 1972 a 2003, el ir y venir se hace permanente, y el único filtro y al mismo tiempo motor de la escritura resulta ser una memoria asumida como trampa y a la vez como herramienta para desarmar dicha trampa. El recuerdo no se da como el producto de un esfuerzo, sino que aparece sin más; nació, podríamos decir, de la necesidad. El insomnio, ineludible, artefacto maligno y gozoso a la vez, que en su otra cara esconde el signo maldito de una vejez por una vez “realizada”, es el verdadero responsable de su surgimiento; una memoria que más que memoria se ofrece como serie de fragmentos, trazos, epifanías… No todo es placentero en la vigilia de los ojos abiertos, claro, una vez llegadas las altas horas de la madrugada. No obstante, el hecho en sí –recordar o dejarse recordar–, eso sí que es placentero.

Los dos textos que componen este pequeño volumen nos hablan de un Levrero desplazado, lejos de su hogar montevideano –los hechos narrados en Diario de un canalla, por su parte, tuvieron lugar durante la estadía bonaerense del uruguayo–, por eso, sin duda, nos permiten pensar qué papel ocupaban las geografías en la órbita del escritor. Mario Levrero observaba el mundo desde la reducida y ladeada perspectiva de unos catalejos puestos al revés y armados a su medida, dando como resultado unas deformaciones de vista a partir de las cuales construir una poética. En efecto, parecía tener la imperiosa necesidad de reducir su entorno, de achicarlo hasta volverlo habitable. Por ello tanto la Buenos Aires de los ochenta como el Burdeos de los sesenta se convierten en su escritura en signos de ciudades más que en ciudades en sentido estricto (lo que no impide la presencia de detalles de un gran realismo; los recuerdos franceses, muchas veces, son de una nitidez asombrosa, como perlas destacándose de un magma borroso; otras veces, debido a su indefinición, tienden a acercarse a la vertiente de los “fantásticos” del corpus levreriano, cuando no –¿por efecto de cierta mala fe?– a la vertiente cómica).

El exterior para Levrero resultaba hostil, de ahí que sus ciudades o bien se convierten en lugares pesadillescos en sus ficciones, o bien se reducen en la vida cotidiana (y por lo tanto en sus diarios) a un par de lugares que su mirada peculiar vuelven emblemáticos. El primero de ellos es, obviamente, la casa. De todos modos, el lugar de Mario Levrero no es otro que Mario Levrero mismo; los lugares reales (fuera de la propia casa) sólo existen como mero telón de fondo, como satélites, en donde de vez en cuando, según una lógica compleja que después necesita desenredarse, algunas experiencias vitales tienen lugar. Una tela a veces lujosa, como cuando se trata del puente Alexandre III de París convertido, en las ultimas paginas de Burdeos, 1972, en el escenario místico de una experiencia luminosa que por una vez parece dejarse narrar.

La diferencia fundamental entre los dos textos reside en el espacio otorgado a la memoria. En Burdeos, 1972, la memoria es tanto el tema como el personaje principal de un relato que a la vez constituye un diario velado del presente de quien lo escribe y del momento en que se escribe. En Diario de un canalla, al contrario, no hay memoria sino la expresión de una vivencia en tiempo “real”, dentro de los cánones del diario. Lo que los une, a fin de cuentas, es una misma experiencia ante lo desconocido, algo que irrumpe y que hay que “domar” o por lo menos amaestrar, es decir trabajar de una manera u otra. Un ser frágil o supuestamente frágil que se invita –el pajarito en el patio de su casa de Buenos Aires– por un lado; la experiencia más radical de destierro por el otro, encontrarse lejos de su país, de su cultura, de su lengua, en fin, lejos de este pequeño mundo en miniatura (una Montevideo pequeña dentro de la verdadera) que había sido construido pacientemente y que de repente le estaba sustraído para que lo reemplazara algo incierto, borroso y fugaz como la idea misma de memoria. La ciudad de Burdeos, finalmente, tal como se la puede leer retratada por Levrero parece encarnar, más que otra cosa, la idea misma de memoria. Porque lo único importante es el movimiento, ese ir y venir entre presente y pasado.

En el ocaso de su vida, dejándose llevar durante algunas serpenteantes madrugadas por algunas esquirlas del pasado, el uruguayo trastorna lo desconocido y lo convierte en conocimiento tardío. En muchos aspectos, este texto corto constituye una de las más perfectas conclusiones que cabía esperar para una obra tan atípica como la de Levrero. A su vez, el Diario de un canalla se ofrece como prólogo ideal. Con Burdeos, 1972 la memoria finalmente toma el relevo de lo autobiográfico para que las dos cosas se confundan y, mediante una exploración de uno de los episodios más enigmáticos de su vida, permita concluir el ciclo. El cierre, en todo caso, resulta perfecto: “Sos raro como gente”, le dice al autor la hija de su novia francesa.

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