Damian Tabarovsky - Una belleza vulgar


Hojas y teorias al vuelo

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Damian Tabarovsky - Una belleza vulgar [Mardulce, 2012]



Un article en espagnol de votre serviteur, pour le compte du site argentin Espacio Murena



La historia es ésta: una hoja se desprende de la rama de un árbol y cae al suelo. La historia es acaso la de su recorrido, pero apenas. Se trata de una pequeña hojita cualquiera, entre miles de otras, sumida en los caprichos del viento o en su ausencia (da lo mismo). El lugar, que podría ser cualquiera también, es éste: la calle Thames al 2100, en el barrio de Palermo, de la ciudad de Buenos Aires.

Tabarovsky, por fin, ha decidido escribir un libro sobre nada. Fue asunto de elegir bien: esta hoja sin cualidad es su personaje mejor logrado, el personaje finalmente sin personaje al que siempre quiso llegar con su escritura. Un personaje sin historia, sin otro referente que el de ser una hoja de árbol como cualquier otra. En las previas novelas del escritor (La expectativa, Autobiografía medica), el lector tropezaba siempre con el intento algo fallida de la propuesta de un personaje (proveído del equipaje completo: nombre, edad, rango social, obsesiones, problemas de pareja, etc.), que más que personaje encarnaba una especie de recipiente dispuesto a recibir los diversos componentes habituales en las novelas de Tabarovsky: consideraciones sociológicas, económicas, filosóficas, urbanísticas; ironías sobre el mundo de la edición, de la docencia universitaria; teoría literaria, etc.

Pues bien, con Una belleza vulgar hay –felizmente– un salto franco hacia el no-personaje, que ya no es ninguna metáfora especifica (el mundo del trabajo en la hora del liberalismo salvaje, por ejemplo) sino todas las metáforas al mismo tiempo. La hojita: metáfora del tiempo, del personaje, del argumento vuelto inútil, metáfora de la ciudad, de la ficción, metáfora también –y sobre todo– de la metáfora misma. Es decir: una metáfora que no sería metáfora, sino cuenco vacío, una metáfora que se ríe de las metáforas.

Como todos los libros de nuestro autor, Una belleza vulgar narra otra vez “la historia de la imposibilidad de contar historias”, y lo hace a la manera de la digresión. La digresión es el estilo de Tabarovsky, su gusto, su modo de escribir (acaso por no encontrar otro mejor, pero así es la difícil condición del escritor), su modo en fin de construir el relato. La digresión como metáfora o más bien como procedimiento materializado de la imposibilidad de argumentar, de ensayar: un libro sobre nada es un libro sobre todo pero sin nunca olvidar que de nada trata.

Así que una hoja se desprende del árbol y cae. En un momento su inercia se acabará y la hoja tocará el suelo. Mientras tanto la hoja vuela, el libro dura, narra, se pierde en digresiones. En una palabra: vive. Y nosotros lo leemos. ¿Qué leemos? Retratos breves de la idiotez y la mediocridad contemporánea. Teorías y observaciones múltiples y contradictorias, teorías sobre esas mismas observaciones múltiples y contradictorias.

“Toda mi obra no es más que una nota al pie a Bouvard et Pécuchet” afirmó más de una vez el autor. ¿Será idiota la hoja? No, o puede que sí. Poco importa, una hoja es neutra. En cualquier caso, tal como Bouvard y Pécuchet quienes lo ensayan todo, esperando así acceder a un conocimiento que les está irremediablemente vedado de todas formas, nuestra hojita cruza durante su recorrido, que también es la novela misma, aquello que normalmente se encuentra en una calle (sus habitantes, la red de cables eléctricos, obras en construcción, comercios), sugiere teorías diversas, consideraciones, pensamientos, pero sin ella tampoco acceder al conocimiento, ya que de todos modos se trata de una hoja, y una hoja no piensa. El intrascendente viaje de la hojita es discurso, pensamiento, bifurcación permanente. Un discurso que nunca se construye aunque tenga argumentos, un discurso más bien como fuga para adelante, un continuo-digresión, una colección, una serie de posibilidades. Sólo que “todas las afirmaciones son profundas, banales”, ironiza en algún lugar del libro su autor. Como las afirmaciones de los dos idiotas de Flaubert, como el pensamiento hoy, perdido en la agonía del tardocapitalismo. Un tiempo en el que ya no parece pensarse.

Una belleza vulgar no es un libro sobre nada, es un libro sobre todo, sobre “el todo que surca la nada” tal como lo resume entre paréntesis el autor en algún otro lugar del texto, parafraseando así el titulo de una novelita de Aira. (Hay, demás está decir, muchos paréntesis en este libro, paréntesis como extensiones, resúmenes, activaciones y tergiversaciones del texto).

Ahora bien, el problema de Tabarovsky es su inteligencia. Es un escritor lúcido, irónico, provocador, en la gran tradición argentina de los escritores lúcidos, irónicos, provocadores (de Borges a Guebel, pasando obviamente por Aira, por Libertella et al…). Bromista, lúcido y todo, a veces Tabarovsky sobreactúa su lucidez, su ironía: en eso reside la limitación de sus libros. Este panfleto sin panfleto (el panfleto ya ha sido escrito: Literatura de izquierda), este ejercicio de equilibrista en el que se arman y se desarman instantáneamente las ideas, este gran virtuosismo, ¿no seria un poco vano? Es difícil responder, entre otras cosas porque cargar con la contradicción forma parte del juego mismo, la oposición ya ha sido prevista (¿acaso deseada?) por el autor.

“¿Es la digresión la ruina del lenguaje?”, se pregunta el autor. “Quizás, es decir si”, responde. Un poco adelante, se puede leer: “Quizás la caída de la hojita no sea más que un indicio, un señal, una información: el testimonio de que alguna vez hubo una frase bien construida, grandiosa, llena de adjetivos y metáforas, y el testimonio también de que alguna vez hubo un yo seguro de sí mismo, afirmado en su identidad, vivo en la plenitud de la burguesía triunfante. Quizás la caída de la hojita señale el momento en que ya no hay lugar para esa frase y ese yo, el momento en que se disuelven, se vuelven restos, ruinas”. Así que Tabarovsky escribe desde las ruinas, o más bien (d)escribe las ruinas mismas. En cierto modo (aun cuando se trata sin dudas de su mejor novela), lo que aquí nos falta es una especie de vuelta de tuerca sobre este paisaje en ruinas. Pero, al mismo tiempo, ¿queda todavía una vuelta de tuerca posible? En todo caso, Una belleza vulgar no va más allá de una contemplación o descripción – enumeración– de tales ruinas. No se trata ni siquiera de una indagación en los escombros, solo se trata de sobrevolarlos (lo que es muy lógico dado la naturaleza del personaje elegido).

¿Y el título? ¿La belleza de las ruinas? No, por favor, demasiado obvio. ¿La vulgaridad ciudadana? Tampoco. ¿La belleza de una fragilísima hoja cayendo en plena ciudad hostil? A ver: ¿La vulgaridad de una metáfora gastada, la de la belleza de una fragilísima hoja? Puede ser. La hoja se desprende, cae, volando, metaforizando/metaforizada, el tiempo pasa, y ahí irrumpe finalmente el suelo. Ni nos dimos cuenta. El tiempo, mientras tanto, el maldito tiempo: presente, claro, ni pasado ni futuro, solo presente (ya no existen ni el uno ni el otro, nos dice Tabarovsky). El tiempo que pasa y no pasa, bloqueado en una gran indiferencia, la nuestra.

Aurora Venturini - "Les cousines"




La création d'une voix

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Les cousines - Aurora Venturini
[Robert Laffont, 2010, traduction Marianne Millon]



En 2007, lors d'un concours argentin dédié au "roman nouveau", le prix est emporté par un livre étonnant, un texte d'une lucidité, d'une invention et d'une fraicheur remarquable. Quelle ne sera pas la surprise du jury (composé entre autre d'Alan Pauls et Rodrigo Fresan) au moment d'ouvrir l'enveloppe, apprenant que l'auteur n'est autre qu'une petite vieille de 85 ans (le manuscrit étant présenté sous pseudonyme).

Ce fut alors une sorte de retour en grâce pour Aurora Venturini, née en 1922, amie intime d'Eva Peron, ayant fréquentée Borges, Violette Leduc, Sartre, etc... Ce retour inopiné en première ligne la conduira à affirmer d'ailleurs dans un demi sourire qu'il lui aura été offert "d'assister en vie à sa propre postérité". Suite au concours, cette écrivaine quasi inconnue (ou plutôt oubliée) sera publiée dans son pays par une grosse maison d'édition, mais aussi en Espagne, et traduite en plusieurs langues.

Au delà de la belle histoire, il faut bien reconnaitre que Les cousines est un livre qui ne pouvait que se faire remarquer. Son inactualité très actuelle n'est pas celle d'une curiosité, loin s'en faut. Si ce n'était probablement pas le genre de manuscrit attendu pour le concours, qu'il l'ait gagné n'est que plus méritoire. Certains, cependant, évoquèrent la possibilité d'une blague de Vila-Matas. Sauf que non, que notre écrivaine existe bien, qu'elle à aujourd'hui 90 ans et continue d'écrire. Après des années à publier ses livres à compte d'auteur - à l'instar d'un Juan Filloy (mais la comparaison s'arrête là) - il fallait bien qu'elle finisse par émerger.

Constantino Bertolo, son éditeur espagnol, résume très bien ce qui fait la valeur première de ce texte quand il affirme qu'Aurora Venturini écrit "comme si la littérature venait de s'inventer". Et quelle invention ! L'invention d'un réalisme qui n'a pas besoin de s'épuiser sous le poids de ses propres signes pour exister ; l'invention d'un tragique qui grince plus qu'il ne larmoie ; l'invention d'un comique qui au fond n'a jamais besoin de s'inventer quand il s'agit simplement de le laisser venir (et il viendra) ; l'invention surtout d'un personnage, cette jeune fille qui est et n'est pas l'auteur (peu importe au fond qui elle est vraiment, puisqu'elle est là et qu'elle nous parle).

Ce livre qui s'attarde sur la tragi-comédie d'une famille dysfonctionnelle, tient donc d'abord d'une voix, celle de la jeune narratrice, qui cherche à tout prix à s'échapper du poids d'une vie familiale ou les tares sont omniprésentes, presque exhaustives : petite sœur handicapée mentale, mère dépressive, père ayant fuis depuis longtemps, tante vieille fille, cousine à demi naine qui se prostitue, etc... Ce n'est pas tant la misère sociale qu'une forme de misère affective, une incommunication, ce qui fait ici ravage. Le roman, pourtant, s'il est dur, ne transforme à aucun moment cette misère en lourdingue et vulgaire misérabilisme. C'est que Venturini à su trouver un ton, la recréation incroyablement spontanée - habile dirais-je peut-être si ce mot ne sentait pas tant l'effort, le tour de force, le volontarisme, c'est à dire tout ce que ce livre n'est pas - d'une vision des choses d'abord enfantine puis adolescente au fur et à mesure qu'avance le texte. Un mot galvaudé comme "sincérité" pourrait aussi faire l'affaire.

La jeune narratrice choisi d'assumer ses difficultés face à la langue, comme elle le fait face au réel. De toute façon le seul réel ici, c'est la langue. La ponctuation lui joue des tours, elle préfère s'en passer plutôt que de perdre le fil de ce qu'elle se doit absolument de communiquer. Ses phrases sont parfois de grandes inspirations avant le grand bain en apnée.

Il y a un grande urgence du discours dans ce roman ; une urgence qui n'est pas factice. Si elle est bien sûr moteur narratif, "fictionnel", celle avec laquelle Yuna la narratrice nous parle existe au delà de la pure nécessité de faire avancer, elle est le livre même. Pour qu'un texte comme celui-ci fonctionne, forme et fond ne peuvent faire qu'un. Émotion, réflexion, style, tout se fond dans une façon de parler, de montrer, ou plutôt de voir. La voix qu'a créé Venturini est d'abord regard. De ce regard, nous ne sortons pas.

C'est la force première du texte, la justesse du ton, qui permet tout, rudesse, violence, provocation. La jeune narratrice comprend vite les tenants et aboutissants d'un réel souvent hostile et sait en tirer les conséquences. On ne saurait pourtant affirmer qu'il s'agit d'un bildungsroman de plus. D'une certaine manière, le personnage et les clés du réel sont déjà donnés entièrement dès le début, le reste ne sera qu'ajustement de la focale (comme le recours récurent de la narratrice au dictionnaire afin d'enrichir son vocabulaire). Le tragique ici est entier dès la première ligne, couplé avec son corolaire le grotesque, et Yuna elle aussi est entière, regard affuté, naïveté vite transcendée.

Partant de là, Aurora Venturini n'a plus qu'à déployer l'éventail du réel, celui d'un univers déjà en place avant même d'écrire la première ligne. Plus facile à dire qu'à faire, certes. Mais à lire Les cousines, tout semble s'ajuster avec tant d'évidence, de simplicité (rien en trop, rien en moins, tout à sa juste position), qu'on pourrait croire que le livre s'est écrit tout seul.

Peut-être est-ce le cas au fond, comme si Les cousines - écrit selon les aveux de l'auteur en deux mois, dans le but express d'être présenté au fameux concours - était le condensé inévitable d'une vie d'écriture, un condensé baigné par une oralité sans faille. La narratrice écrit et parle en même temps, cela ne saurait mollir ou s'affadir. L'auteur confesse avoir très peu corrigée le texte, rien d'étonnant ; l'effort ici n'existe pas, c'est la littérature à l'état pur : une voix qui nous parle, sans médiation d'aucune sorte. Une oralité faussement candide (c'est à dire lucide), jamais artificielle.